El automóvil vino a solucionar la contaminación provocada por los caballos, pero una vez más fue una transición energética con polémica…
En 1903 Henry Ford contrató los servicios de un despacho de abogados que llevara la salida a bolsa de su Ford Motor Company. Al mismo tiempo, Ford convenció a los socios de invertir en la nueva compañía y uno de ellos, Horace Rackham, compró 50 acciones a cambio de unos 5.000 dólares. Para ello, Rackham tomó dinero prestado y vendió unos terrenos que tenía en propiedad, todo en contra de la opinión de familiares y amigos, que lo tacharon de insensato. La guinda la puso el presidente del Banco de Ahorros de Michigan, quien para convencer a Rackham de que no vendiera le espetó: “Los caballos están para quedarse, pero los coches son sólo una novedad, una moda”.
Naturalmente, ya se sabe que los coches acabaron sustituyendo a los caballos como medio de transporte personal, aunque la transición fue mucho más larga de lo que habitualmente asumimos. Y es que los primeros automóviles llegaron a un mundo en el que el caballo dominaba todos los aspectos de la vida rural y también de la urbana. Hoy en día es difícil hacernos una idea de hasta dónde llegaba entonces la influencia del fiel caballo, que llevaba siglos acompañando al ser humano. Así que veamos en este artículo qué fuerzas se opusieron y cuáles jugaron inesperadamente a favor del artefacto que cambiaría la movilidad para siempre.
Caballos…
Probablemente, siempre según los restos arqueológicos disponibles actualmente, el caballo fue domesticado hacia 3.000 antes de Cristo, a principios de la Edad del Bronce, la época en que aparecieron las primeras formas de escritura, como la cuneiforme en lo que hoy es Siria o los jeroglíficos egipcios. La domesticación del caballo trajo grandes cambios, de manera que por ejemplo los desplazamientos se hicieron más largos y las tácticas de las batallas cambiaron radicalmente, dando de repente una ventaja definitiva a quien iba montando.
Durante siglos, el caballo jugó un papel fundamental en muchos ámbitos de la sociedad, con avances tecnológicos como la invención de la herradura, que ya usaron los romanos (aunque probablemente no fueron los primeros) y factores geográficos como la llegada del caballo europeo a América gracias a los españoles. Pero hasta finales del siglo XVIII todavía el caballo era un símbolo de riqueza reservado a los más privilegiados para desplazarse o cabalgar en batalla y a granjeros y agricultores como medio de vida. Por otro lado, el transporte pesado y de larga distancia se llevaba a cabo con bueyes y burros, mientras que el resto de comunes mortales se conformaba con caminar.
Irónicamente, fue a partir de la revolución industrial cuando el uso del caballo empezó a tener su mayor auge. Y es que a medida que se extendió el uso del vapor y crecían la producción industrial y el comercio, se extendió el uso del caballo como medio de transporte en las distancias cortas y medias, allí donde las locomotoras no prestaban sus servicios. Se podría decir que los caballos adquirieron un estatus de máquinas vivientes, que alcanzaban una eficiencia de un 15-20% en términos de energía consumida (el heno) por trabajo prestado, más del triple que una máquina alimentada con carbón.
De hecho, el caballo se tomó como referencia para medir las prestaciones de las máquinas de vapor, al adoptar como medida de potencia el Caballo de Vapor (CV), que luego se aplicaría también a los motores de combustión interna. Concretamente, un CV equivale a la potencia necesaria para levantar una masa de 75 kilos a un metro de altura en un segundo y equivale a 0,735 kilovatios aproximadamente. La medida se inspiró en la de “Horsepower” (HP) introducida por James Watt, que es parecida, aunque no usaba el sistema decimal y un HP equivale a 0,746 kilovatios.
En fin, a medida que se construyeron más líneas de ferrocarril, canales, barcos y puertos, se necesitó de más y más equinos, de manera que hacia mediados del siglo XIX prestaban sus servicios en Norteamérica unos cuatro millones de caballos. Ciudades como Nueva York, Londres o Paris exigían a diario un movimiento extraordinario de materias primas, productos terminados, víveres y personas desde y hacia las afueras y de un lado al otro de la ciudad y también tirando de los primeros tranvías y omnibuses. En la capital inglesa por ejemplo circulaban en esta época unos 25.000 caballos al día.
Para hacernos una idea de su trascendencia, baste citar la gripe equina que en 1872 azotó la costa este de EEUU y Canadá, a consecuencia de la cual la vida en muchas ciudades quedó prácticamente paralizada. Hubo que posponer funerales, los bomberos no pudieron desplazarse a apagar fuegos, los médicos no acudieron a sus urgencias y los víveres no llegaron a los mercados. El caballo se había convertido en el eje vertebral de la vida y el progreso, prestando sus servicios prácticamente sin competencia. Y junto a su auge se desarrolló de forma masiva una industria clave: la de los coches de caballos, que en poco tiempo alcanzaría un grado de sofisticación y diversidad inusitadas.
…y coches de caballos
Según los vestigios hallados hasta ahora, los primeros carruajes movidos con ruedas se movieron en Mesopotamia hacia 3.500 antes de Cristo. Y desde entonces, con los siglos se fueron haciendo cada vez más sofisticados y diversos en sus diversas iteraciones: el carro (de dos ruedas), la carreta (también de dos ruedas aunque más larga y estrecha), el carromato (que incorpora un toldo) y para los poderosos, la carroza. Pero aquí nos vamos a centrar en el coche de caballos, por ser el predecesor directo del automóvil, claro.
Lo que distingue al coche de caballos del resto de carruajes es que dispone de una suspensión, ya sea por ballestas, muelles, cinchas de cuero u otro dispositivo. Al parecer los romanos ya dispusieron de carros con suspensión, pero en la Edad Media esta característica se perdió, de modo que no fue hasta mediados del siglo XV (algunas fuentes mencionan específicamente el año 1469) cuando los fabricantes de carruajes de la ciudad húngara de Kocs reinventaron la suspensión.
La calidad de los carruajes suspendidos de Kocs fue tan alta que pronto se comenzaron a exportar y su fama se extendió por toda Europa. Hasta tal punto que en muchos países comenzaron a llamarlos por el gentilicio de la ciudad magiar, pronunciado “cochi”. Así, con los años los carruajes con suspensión acabaron llamándose “kutsche” en alemán, “coach” en inglés, “cocchio” en italiano y “coche” en francés y en español.
Y en paralelo al auge de los caballos, debido al crecimiento de las ciudades y el auge del comercio dentro y fuera de las mismas desde la segunda mitad del siglo XIX, los coches de caballos invadieron calles y caminos. Y para cada necesidad se fue creando un tipo de coche diferente. El libro de Arthur Ingram’s “Horse Drawn Vehicles since 1760 in Colour” menciona 325 tipos de carruajes, entre los cuales había decenas de coches de caballos. Enumerar aquí todos los tipos nos daría una lista interminable, pero es interesante comprobar cómo algunas denominaciones trascendieron a los carruajes…
Entre las carrocerías cerradas o practicables, la Limusina era un coche de caballos de lujo con una cabina amplia para al menos cuatro personas, con el conductor sentado a la intemperie. Entre ellas, fue muy popular el Landau, con sitio para cuatro pasajeros y dos conductores y techo practicable. Su nombre viene de la ciudad alemana homónima, igual que en el caso de la Berlina, con apariencia similar al Landau, aunque aquí el techo es rígido.
El Coupé (literalmente ‘cortado’ en francés) era similar a la berlina pero con la cabina partida por la mitad, prescindiendo de la mitad delantera y por tanto con dos plazas y el conductor sentado delante a la intemperie. El Brougham diseñado en Inglaterra en 1838 por Lord Brougham fue uno de los coupés más famosos, con la carrocería más baja de lo normal. En automóviles el término fue popular en los años 20 y 30, aunque en este caso la cabina podía acomodar más de dos pasajeros.
El Phaeton era un coche de caballos algo más deportivo, con las ruedas de delante un poco más pequeñas que las traseras, techo practicable, laterales abiertos y los pasajeros sentados en una posición elevada. En este caso era el mismo propietario o propietaria quien conducía, prescindiendo de un chófer, aunque normalmente iba sentada una persona de servicio en un banco trasero sin respaldo. En automóviles, la carrocería phaeton era abierta, sin ninguna protección contra los elementos.
El Cabriolet era un coche de caballos con dos ruedas con capota, esta es una acepción que se ha trasladado casi sin cambios al automóvil. El Buggy era un coche de caballos totalmente abierto y el Spider Phaeton era una versión ligera del Phaeton. Finalmente, el Break o brake (también Wagonette o Jardinera) era un carruaje con sitio delante para conductor y asistente y dos bancadas traseras laterales enfrentadas. Una variedad era el “break de caza” o “shooting brake”. En automóviles, los franceses llaman “break” a los familiares y algunas carrocerías familiares italianas se denominan Giardiniera.
Problemas…
A finales del siglo XIX circulaban por los campos y ciudades de EEUU más de 24 millones de caballos, ya fuera trabajando en el campo o tirando de carruajes de todo tipo en la ciudad. En esta época la circulación en las ciudades empezó a acercarse ya a su punto de saturación. Se cuenta que por ejemplo hacia 1890 los habitantes de Nueva York tomaban al año un promedio de 297 viajes en carruaje por persona y año. También en las principales ciudades europeas los atascos eran ya diarios y miles de ruedas y cascos de caballos batían el firme (a menudo de adoquines) provocando un ruido ensordecedor.
Además, como seres vivos que eran, los caballos podían ser imprevisibles y provocaban no pocos accidentes. Luego estaban las malas condiciones higiénicas y sanitarias en que muchos tenían a sus caballos, con jornadas extenuantes, con lo que no era raro que cayeran muertos por la vía pública, donde yacían durante días, con el consiguiente riesgo de esparcir enfermedades.
Pero sobre todo, los caballos dejaban a su paso un reguero de excrementos, cuyo olor era realmente el menor de los problemas. Para empezar, el estiércol atraía millones de moscas que transmitían multitud de enfermedades. Además, si se dejaba secándose al sol, el polvo de heces en suspensión provocaba asma y otras enfermedades respiratorias. Luego si llovía, se diluía y corría por las calles y (si lo había) el sistema de alcantarillado, favoreciendo la proliferación de ratas.
Cada caballo producía entre 10 y 20 kilos de excrementos sólidos al día y unos cuatro litros de orín, lo que multiplicado por decenas de miles de animales (en el caso de Nueva York, hacia 1900 eran unos 100.000) da una idea de la magnitud del problema. En Londres cada noche un ejército de unos 8.000 barrenderos se tenía que emplear a fondo para dejar las calles libres de excrementos para el día siguiente. Y luego esas toneladas de estiércol recogidas eran eliminadas de forma dispar: en algunas ciudades se transportaban (en carros tirados por animales, claro) al campo para ser usados como fertilizante, pero en otras simplemente se tiraban donde se podía, ya fuera en los suburbios o, si había uno a mano, por qué no, al río.
…y soluciones
Los puntos débiles de los caballos ayudaron en gran medida a que el automóvil se fuera abriendo paso y los primeros fabricantes se aprovecharon y magnificaron los problemas. La revista “Horseless Age”, por ejemplo, editada por y para pioneros del automovilismo, predicaba que el caballo no era sino una “bestia indomable” que provocaba “terribles accidentes”. A mismo tiempo, la publicación prometía que la sustitución del caballo por el automóvil reduciría significativamente el ruido en las ciudades. Aparte de esto, muchos esperaban que con el automóvil el tráfico fluiría mucho más ágilmente y desaparecerían los atascos. Las ciudades, en fin, recuperarían el orden y se volverían lugares apacibles en los que vivir y trabajar a gusto.
En realidad, las predicciones se revelaron como demasiado optimistas o directamente ilusorias. Los accidentes no disminuyeron, sino que aumentaron significativamente debido sobre todo al incremento de la velocidad. El ruido de los cascos y las ruedas fue sustituido por el de motores y bocinas y finalmente, con el automóvil disminuyó el uso del transporte público, se caminó menos y en muchas ciudades persistieron los atascos.
Pero sobre todo, se esperaba que con el automóvil se eliminaría para siempre la contaminación producida por los excrementos y con él desaparecerían también las moscas y las ratas. Y a la larga así fue, aunque en un principio no estuvo nada claro qué tecnología prevalecería. Los coches eléctricos parecían ser los favoritos, aunque el vapor era una tecnología conocida y fiable. ¿O sería quizás el motor a gasolina? En este sentido, quizá fue clave para el éxito de los coches el hecho de que la contaminación del caballo se veía y se olía directamente a diario mientras por el contrario, el impacto de cualquiera de estas tres tecnologías no era tan evidente. Acaso se asumía que los humos producidos por la quema de carbón, madera o gasolina se disolverían en la atmósfera sin más.
Conclusión
Hay que decir que en esta época la mayoría de ciudades carecían de medidas sanitarias básicas. Pero a finales de siglo, el problema del estiércol de caballo en las ciudades se había convertido en uno de los graves asuntos de salud pública, con intensos debates públicos acerca de cómo resolverlo. Poco después, el automóvil comenzó un largo proceso de sustitución de los caballos, aunque en la práctica acabó trayendo otro tipo de contaminación, cuyos efectos ya se conocen de sobra.
Y sí, tuvo que superar muchos obstáculos, pero finalmente prevaleció el motor de combustión interna a gasolina. Sobre todo gracias (ya se sabe) a precursores como Henry Ford, que acabó teniendo un éxito sin precedentes gracias a su Model T, que en algún momento fue con diferencia el coche más vendido del mundo. Tal fue su éxito, que durante una época más de las mitad de los coches que circulaban por todo el globo eran Ford Model T.
Por su parte, en 1919 Horace Rackham decidió vender todas sus acciones de la Ford Motor Company y como resultado de la venta, aquellos 5.000 dólares invertidos en 1903 se convirtieron en (atención…) 12.5 millones de dólares. Para entonces, el automóvil había dejado ciertamente de ser “tan sólo una moda” para circular por millones mientras el caballo había emprendido ya su camino hacia la obsolescencia, aunque aún pasarían años antes de desaparecer completamente del paisaje.
Foto de portada: Un hombre en un carruaje tirado por caballos junto a un automóvil en reparación, alrededor de 1914 | Fotosearch / Getty Images
DH